¿Quién fue Abimael Guzmán? Santiago Roncagliolo lo describe en La cuarta espada

11/08/2018 - 12:04 am

Santiago Roncagliolo, el famoso autor peruano, escribió hace 10 años uno de los pocos libros dedicados a Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso, que dejó 70 mil muertos para el Perú. ¿Cómo hizo para encontrarse con información sobre el hombre que tiene prohibido dar entrevistas y publicar libro alguno? Aquí está parte de ese trabajo que nos pone en contacto con un criminal podrido por sus propias ideas.

Ciudad de México, 11 de agosto (SinEmbargo).- ¿Quién fue Abimael Guzmán? El año pasado reapareció en Perú como testimonio de una guerra que dejó más de 70 mil muertos, cuando el ejército reprimió al movimiento Sendero Luminoso, que él dirigía.

Dijo el músico argentino Andrés Calamaro (1961) que estaba leyendo La cuarta espada que Santiago Roncagliolo (1975) escribió en 2007 y al revisar nuestros archivos nos encontramos con este libro escrito al principio porque “soy un mercenario de palabras. Escribo y de eso intento vivir”, Roncagliolo dixit.

¿Cómo se convirtió Guzmán en un objeto de culto capaz de inspirar entre los suyos misiones kamikazes? ¿Quiénes eran sus soldados? ¿Cómo eran el amor y el odio entre ellos? La cuarta espada es la primera descripción de las relaciones humanas en el interior de una cúpula terrorista Sendero Luminoso con información proporcionada por sus protagonistas. Es interesante ver el resultado del libro, pero también su contradicción y lo difícil que fue para el autor encontrar algo de verdad.

Poca gente –casi nadie- ha escrito sobre Abimael Guzmán. Él ha dado una sola entrevista a un organismo partidario y no contesta ahora a ningún medio o autor por requisitos de la ley. Tiene prohibido encontrarse con periodistas y escribir cualquier tipo de libros.

Sendero Luminoso se organizó bajo su cabeza de niño huérfano, reconocido cuando ya tenía una edad, bueno para los curas y para las madres, prisionero de sus propias ideas.

“No tenía apoyo de Gobiernos extranjeros. Ni siquiera estaba presente en el campo de batalla. Detrás de un escritorio, armado con una rigurosa ideología, puso en jaque a todo un país durante doce años. Su historia constituye un escalofriante ejemplo del poder destructor de las ideas”, dice la sinopsis del libro editado por Penguin Random House y que hoy rescatamos.

“Los factores que llevan a alguien a involucrarse en una lucha como la de Guzmán son principalmente humanos, la ideología sólo capitaliza esos factores”, dijo Roncagliolo en una entrevista con Efe.

Así, para él, los terroristas son “gente con unas grandes expectativas sociales frustradas. No son unos locos”, por lo que ha considerado necesario abandonar los análisis reduccionistas sobre el fenómeno terrorista, ya que “la sociedad realmente quiere saber qué piensa toda esta gente”.

“Hay que tener en cuenta que Sendero Luminoso fue un movimiento revolucionario impulsado por educadores y esta fue su gran fuerza: Las autoridades tienen miedo de dejar hablar a esta gente”, ha manifestado Roncagliolo, quien tampoco consiguió entrevistarse con el líder revolucionario.

“Más que la pobreza, el problema era la desigualdad: No molesta tanto ser pobre si no tienes un rico al lado”, ha manifestado Roncagliolo, para quien Guzmán “supo explotar las carencias del Estado Peruano y ocupó sus vacíos para crear estado”.

Hoy aún quedan reductos de Sendero Luminoso en algunas zonas de la sierra peruana, si bien “es muy marginal y ahora se cree más en la posibilidad efectiva de hacer política”, dijo Roncagliolo a Efe. Aquí está parte de su libro.

Un libro necesario en la historia reciente del Perú. Foto: Especial

Fragmento de La cuarta espada, de Santiago Roncagliolo, con la autorización de Penguin Random House

EL PEQUEÑO COMUNISTA

El primer recuerdo que guardo de mi país es la imagen de varios perros callejeros muertos colgados de los postes del centro de Lima. Algunos habían sido ahorcados ahí mismo, en los postes, pero la mayoría había muerto antes. Un par de ellos estaban abiertos en canal. Otros tenían el pelaje pintado de negro. Al principio, la policía temió que sus cuerpos ocultasen bombas, pero no era el caso. Solo llevaban encima carteles con una leyenda incomprensible y siniestra: “Deng Xiaoping, hijo de perra”.

Por entonces, yo vivía en México, donde mi familia cumplía asilo político. En casa siempre se leían noticias sobre el Perú. Otros exiliados le llevaron a papá una revista con la foto de un policía descolgando a uno de los perros. Detrás de él, la calle parecía un lugar sucio, tétrico. El blanco y negro de la imagen parecía el color de la ciudad. Yo tenía cinco años y ese, por lo que sabía, era mi país.

La imagen —y los posteriores hechos de sangre— fue materia de largos conciliábulos en casa. Los amigos de mis padres se preguntaban si al fin había llegado el turno revolucionario del Perú. Para ellos, la revolución latinoamericana era un hecho inminente, tan inevitable como un huracán del Caribe. No se preguntaban si llegaría alguna vez, sino cuándo lo haría y en qué orden de países iría triunfando. En mi casa, en largas sesiones humeantes de tabaco, hombres barbudos y con lentes de carey debatían, conspiraban o se escondían.

Los revolucionarios colaboraban sin reconocer fronteras nacionales.

Nos visitaban socialistas chilenos, montoneros argentinos, tupamaros uruguayos, comunistas cubanos. Pero la foto de los perros los desconcertó a todos por igual. Nadie conocía a estos advenedizos del Perú. Nadie sabía de dónde había salido esta gente que no repetía los eslóganes habituales contra el imperialismo yanqui. Nadie entendía por qué hablaban de Deng Xiaoping.

Mientras ellos cambiaban el mundo, sus hijos jugábamos en mi cuarto. Debíamos formar una pandilla bastante extraña, menores de cinco años con camisetas del Frente Sandinista de Liberación Nacional y calendarios del Che Guevara. Todos figurábamos en nuestros documentos como “asilados políticos”. Yo mismo tuve dificultades para entrar en un colegio. El día de la entrevista, llevaba una camisa con la cara de Sadam estampada en el pecho. Y cuando el director me preguntó:

—¿A qué te gusta jugar?

Yo respondí: —A la guerra popular.

No era la respuesta ganadora.

En ese mundo ajeno crecí un tiempo más, oyendo con creciente frecuencia el nombre de Sendero Luminoso. En esos años, en casa, nadie terminaba de entender qué ocurría. Algunos barbudos peruanos se preguntaban si, después de tanto hablar de la revolución, se habían quedado al margen de ella, varados en México, a la deriva de la Historia. Finalmente, se declaró una amnistía y regresamos al Perú. Mis papás estaban felices de volver. Pero yo me acordaba de los perros de Deng Xiaoping, y no me parecía una buena idea.

Veinticinco años después, regreso a Lima para escribir un reportaje sobre el hombre que mandó decorar tan siniestramente la ciudad: Abimael Guzmán. Mientras mi avión aterriza en la capital, regreso a sus calles y a su tráfico y a mi familia. Y también los perros regresan a mi memoria. Y la imagen de María Elena Moyano, asesinada y dinamitada, y las fosas comunes, y la bomba de Tarata que remeció las ventanas de mi casa. Me empiezo a preguntar si realmente quiero hacer esto.

¿Por qué un reportaje sobre Guzmán? Porque vende. O porque yo creo que vende. O porque es lo único que puedo vender. Siempre he sido un mercenario de las palabras. Escribir es lo único que sé hacer y trato de amortizarlo. Ahora vivo en España y trato de hacerme un lugar como periodista. Necesito algo novedoso, y el tema de actualidad en el último año, tras el 11-M, es el terrorismo.

Para mi encuentro con el editor de El País Antonio Caño, preparé una batería interminable de argumentos sobre lo necesario y vendedor que podía ser un reportaje sobre Abimael Guzmán: un vistazo al terror desde una perspectiva nueva, un tema violento y poco visto en la prensa, una encarnación del mal. Pero en realidad no era una idea brillante; era solo mi única opción. Y él lo sabía:

—¿Has pensado qué te gustaría escribir?

—Pensé en una historia de Abimael Guzmán. Quizá una entrevista, si se puede.

—¿En serio? Entonces ya está. Eso es lo que yo iba a proponerte. Pero tiene que ser rápido.

Antonio es un hombre práctico.

Un mes después, aterrizo en mi ciudad con la sensación de que me he metido en un lío. Para empezar, no sé nada realmente. He tratado de comunicarme por Internet con algunos órganos senderistas de proselitismo en el exterior: el Comité de Apoyo a la Revolución Peruana no respondió a mis emails ni a mis llamadas. Sol Rojo, tampoco. Algo más amable fue el vocero oficioso de Sendero Luminoso en Bélgica, Luis Arce Borja, autor de la única entrevista periodística que existe con Guzmán. Él me escribió:

Estimado amigo:

Le felicito por la obra que ha puesto en marcha. No solo se conoce poco de Guzmán, sino también del mismo proceso social que vivió el Perú desde 1980 hasta cerca del 2000. Bueno, en cuanto a que yo puedo ayudarle, no creo que sea la persona más adecuada para ello. El que me haya reunido con él para entrevistarlo, no me da mayores conocimientos que aquellos analistas que han seguido de cerca el problema del PCP y la lucha armada en nuestro país. Además, como ahora estoy convencido que Guzmán ha sido el autor (junto con Montesinos) de las cartas de paz de 1993, mi opinión sobre él ha cambiado completamente. En concreto creo que su acción desde la prisión ha sido una traición y capitulación.

Arce Borja tituló su conversación con Guzmán la “Entrevista del siglo”. El texto se encuentra en la página web Bandera Roja. Lejos de contener detalles concretos —es decir, morbosos—, es una dura exposición teórica sobre el Partido Comunista del Perú en el curso histórico universal trazado por Marx. No es una joya de estilo literario, tampoco. Está escrita en términos tan cerradamente ideológicos que me resultan tediosos e incomprensibles.

No encuentro confesiones de criminalidad, algo de sangre, una buena historia.

Los primeros días en Lima no resultan mucho más prometedores. Mi pobre amiga Paola Ugaz, una periodista que estudió conmigo en la universidad, lleva un mes tratando de prepararme el terreno con algunos contactos. Y no ha podido conseguir nada. Las instituciones públicas la pierden en sus oficinas de prensa y sus trámites, y los senderistas desconfían de los periodistas. Lo peor es que nadie le da una respuesta concreta, una fecha para una entrevista, nadie dice ni sí ni no. Durante todo el mes la he estado presionando para que me dé algo más sólido. En su último email, me ha respondido: “Eres un negrero”.

Tiene razón en que pido demasiado. Ningún periodista ha podido entrevistar a Guzmán nunca. Ricardo Uceda pidió una entrevista que Guzmán llegó a aceptar por escrito, pero las autoridades nunca autorizaron el encuentro. Un corresponsal de El País, Francesc Relea, se sumó a la demanda de Uceda, sin obtener resultados. Oficiosamente, el abogado de Guzmán acepta la entrevista y me pide una copia de la carta de solicitud. Pero eso no significa nada. La jurisdicción sobre el penal de la Base Naval es difusa, porque se trata de una cárcel que a la vez es un cuartel militar, de modo que ni civiles ni militares son enteramente dueños de ella, y nadie se siente obligado a responder las solicitudes. El abogado de Guzmán colecciona decenas de cartas como la mía. Son solo papeles.

El director del Instituto Nacional Penitenciario, Wilfredo Pedraza, me explica las razones del silencio:

—Diga lo que diga Guzmán, la prensa de oposición lo usará contra el gobierno para decir que le damos tribuna al mayor asesino de nuestra historia.

—Pero alguna vez tendría que hablar —respondo—. El público necesita tener su versión.

—Ya. Quizá. Pero… —Se encoge de hombros.

—¿Y la novia, Elena Iparraguirre? ¿Qué tal una entrevista con ella?

—Está aislada también. Si quieres no te la niego ahora mismo, pero se lo preguntaré al ministro y él me dirá que no.

Ahora estoy claramente desesperado.

—Alguien más de la cúpula de Sendero, alguien que lo haya conocido. Osmán Morote o María Pantoja… Pedraza suspira. Definitivamente, ya está harto de mí.

—Veré a Morote el miércoles —dice resignado—. Llámame a las diez de la noche.

Ese miércoles lo llamo a las diez, a las once, a las once y media, a las doce y cuarto, a la una y diez de la mañana, a las dos. Pedraza responde el teléfono a las tres menos veinte.

—Morote dice que solo hablará si lo aprueban las presas de Chorrillos. Chorrillos es otra prisión, solo para mujeres. Morote está en Piedras Gordas. Ambas cárceles tienen visitas los fines de semana. Para conseguir la entrevista con Morote tendría que ir a Chorrillos, pedir permiso, volver la siguiente semana a ver si lo han debatido y, si es así, esperar hasta la siguiente semana para visitar Piedras Gordas. Pero también tengo que viajar fuera de Lima, y ya no me quedan más domingos en el Perú.

El abogado de Guzmán me sugiere que denuncie al estado por obstrucción a la libertad de expresión y a mi derecho al trabajo. Me pide una copia de la denuncia. Pero no hay nada que demandar porque no hay a quién hacerlo. Simplemente, el estado no ha respondido nunca nada al respecto. Y oficialmente, a mí tampoco.

Cuando uno viaja a cubrir un evento, una guerra, una conferencia, las cosas son más fáciles. Los voceros dan declaraciones, emiten comunicados, llaman a la prensa, y siempre sabes qué hacer, sobre todo porque hay muchos a tu alrededor haciendo lo mismo y yendo a los mismos lugares. Pero en casos como éste, tras una semana sin un maldito testigo ni vínculo con un hombre que vive y duerme a menos de veinte kilómetros, uno llega a casa por la noche, toma una ducha, se sienta en la cama, hunde la cara entre las manos y se pregunta: “¿Y ahora qué carajo hago?”.

Trato de establecer un plan de acción. Necesito ordenarme. Recuerdo algo que me sugirió el periodista inglés Justin Webster hace unos días, cuando le comenté mi proyecto: “Trata de averiguar la niñez de Guzmán. La gente suele cambiar muy poco a partir de los siete años. Sus rasgos esenciales de personalidad son los mismos durante toda su vida”.

Desde mi llegada, he estado tratando de contactar con los hermanos de Abimael Guzmán. He confeccionado una lista con sus nombres. Uno murió hace dos años. Otra vive en Estados Unidos. Otra me resulta inubicable. El último, un profesor de ingeniería, no quiere hablar de él. Recientemente, por error, este profesor apareció en una lista de cursos de su universidad con el nombre de Abimael. No se sabe quién cometió la cruel errata, pero según una colega suya, a él le dolió. Sufre mucho con este tema y solo quiere olvidarlo. Nunca ha visitado a su hermano en la cárcel.

Solo me queda la hermana que vive en Estados Unidos, Susana. Un artículo en el archivo de la revista Caretas informa que Susana fue detenida por la policía en 1988 mientras cambiaba dólares en una calle del centro. La policía presumía que era dinero para Sendero, pero nada vinculaba a Susana con el grupo de su hermano. Pasó unos días en investigación y la soltaron. Ya por entonces vivía en Estados Unidos.

Otra noticia, esta del diario El Comercio, habla de una novela de Susana Guzmán aparecida hace un par de años en España. Hablando con escritores y periodistas culturales, averiguo que Susana Guzmán es esposa de un profesor del Dartmouth College. En la página web de Dartmouth hay un teléfono, pero nadie responde. También está el email de la coordinadora del departamento. Le escribo a ella, que le reenvía mi correo al esposo, que me escribe a mí, y así, tras otra semana, consigo el email de Susana Guzmán.

Al fin alguien, una persona que pueda hablarme.

Pero cuando le pido una entrevista y le envío un cuestionario, me contesta lo siguiente:

Estimado Santiago: Todas las respuestas a las preguntas que usted me ha hecho sobre mi hermano están en la parte no ficcional —la de “Manuel Galván”— de mi novela En mi noche sin fortuna. Los nombres de algunas personas vinculadas a esa parte han sido cambiados, pues aún viven, y yo no tengo derecho a revelar más.

Las preguntas que corresponden a mi vida privada, o a asuntos que desconozco de la actividad académica o política de AG, obviamente no puedo responder.

Pienso que consultando mi libro y sumando ese testimonio a lo expresado por otras personas, usted puede hacer una reconstrucción interesante.

Mi detención, de la que Caretas informó en su momento, es cierta, y posiblemente se debió a la paranoia que vivía el aparato policial de ese tiempo. Me reservo el derecho de escribir sobre ese asunto.

Le deseo la mejor suerte, Gladys Susana Guzmán

Así que estaba escrito. Una novela real sobre un hombre llamado “Manuel Galván”. Era bastante clara, a fin de cuentas.

La novela En mi noche sin fortuna narra la historia de un intelectual proveniente de la vieja burguesía rural y sus conflictos de identidad y pareja. Él trata de explicarle el Perú a una española, y descubre que él mismo no lo entiende, y no se entiende a sí mismo. El estilo es cultivado. Salta constantemente en el tiempo o la perspectiva, y está lleno de referencias literarias, de Flaubert a Nietzsche, de Stefan Zweig a Bordeaux. Hasta la página 136 no encuentro nada que me sirva para mi investigación.

Pero a partir de entonces, toma la voz Antonia, la supuesta empleada doméstica de un guerrillero en su casa de infancia arequipeña. Incluso el estilo narrativo cambia completamente en esta parte. Las reflexiones a menudo densas dejan paso a un torrente narrativo limpio y natural, con el pulso y la precisión que tenemos cuando contamos lo que hemos visto con nuestros ojos. El recurso a la voz de la empleada doméstica también es una manera de librar su historia de opiniones personales. Solo va a narrar, sin juicios ni valoraciones. Antonia —o Susana— es enfática en aclarar: «De política, en verdad, no sé nada, soy una ignorante». La historia que voy a contar surge de esta parte «no ficcional», y ha sido contrastada con un perfil de Guzmán que Nicholas Shakespeare publicó en la revista Granta en 1988. También tuve acceso, más adelante, a una breve historia de Guzmán escrita con fines de Inteligencia para la Marina de Guerra del Perú. Pero ésos son solo hitos, números, lugares. Lo esencial lo cuenta Susana.

Abimael Guzmán Reinoso nació el 3 de diciembre de 1934 en Mollendo, Arequipa. Como sus padres no estaban casados, fue registrado como “hijo natural” de Abimael y Berenice. Pero Berenice se mudó a dos calles del hogar paterno, a una casita de madera amarilla con dos habitaciones que el señor Abimael visitaba por las noches.

Todas las fuentes dicen que Berenice murió cuando su hijo tenía unos diez años. Pero Susana dice que no murió: lo abandonó. Y el niño tenía ocho. Según Susana, “Berenice no era mala, sino una mujer muy sufrida que había querido asegurarse en la vida”. Para una mujer en la Arequipa de esos años, “asegurarse en la vida” significaba tener un hijo de un hombre rico para exigirle matrimonio. Berenice no fue la única que le otorgó descendencia al señor Abimael. Pero él, aunque accedía a colaborar con los gastos de los niños, tuvo para todas las madres la misma respuesta: “Yo no tengo la culpa de que las mujeres se hagan proyectos conmigo, deberían consultarme antes”.

Al final, Berenice encontró a otro con quien casarse, un hombre que vivía en Puno, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Berenice pensó que su hijo no resistiría la altura. O quizá que ella no resistiría a su hijo. Y decidió mudarse sin él. Abimael fue entregado a un tío que vivía en el Callao, quien lo recibió con las siguientes palabras: “Ojalá, pues, que tu madre encuentre por fin la felicidad”. Eso es casi lo último que el niño supo de ella. Durante los siguientes tres años recibió dos cartas. Luego, nada.

En cambio, el niño siguió en contacto con su padre. El señor Guzmán le enviaba dinero para sus gastos, que eran pocos, porque Abimael estudiaba en un colegio público y vivía en un barrio barato. Sus cartas de esa época eran recuentos financieros dignos de un contable: “se ha gastado tanto en esto, tanto en lo otro”, “me debe usted doce soles”. El pequeño nunca estaba contento ni se quejaba. Nunca hacía ninguna mención a sus sentimientos ni hablaba de su vida o su colegio. Nadie se lo preguntaba tampoco.

Hasta que una profesora le enseñó a escribir cartas “de estilo”, con las fórmulas elegantes y apropiadas para solicitar las cosas por escrito. El mismo día en que aprendió a redactarlas, le escribió una a su familia de Arequipa. La carta llevaba por título “Una misiva de esperanza” y estaba dirigida “a don Guzmán, mi padre”.

Cuando la carta llegó a su destino, don Guzmán no estaba en la ciudad. Abrió el sobre su esposa legítima, Laura Jorquera Gómez de Guzmán. Así se enteró ella de los gastos de Abimael, de sus notas escolares, pero también de muchas otras cosas. Abimael, por primera vez, hablaba de su soledad mezclando el lenguaje de un niño de diez años con almibaradas formas de estilo. Contaba que su tío se llevaba a sus hijos de paseo y lo dejaba a él cuidando la casa, que no sentía que tuviera una familia, que lavaba los platos aunque apenas llegaba al fregadero. Terminaba: “Ojalá encuentre usted un destino mejor para su hijo Abimael de El Callao. Y firmo”. Seguía una rúbrica barroca, llena de bucles y arabescos.

Al leer eso, doña Laura quedó consternada. Era una chilena tradicional, de clase alta, “acostumbrada ancestralmente a guardar silencio”. Las infidelidades de su esposo debían lastimarla sin ruido. Pero era una católica. Tenía caridad. O quizá se sintió culpable. Ordenó a su esposo que llevase a su hijo a Arequipa, a vivir con su familia como correspondía.

Su hermanastra Susana recién conoció a Abimael entonces, en la Navidad de 1945, y lo recuerda un poco flaco, de ojos oscuros, pelo ligeramente ondulado. Era muy tímido, y disfrazaba sus emociones con unos modales serios y formales: “Era un niño huraño y que ocultaba siempre sus sentimientos. Como si pensara que la familia iría a decepcionarlo, o como si fuera un estorbo que la gente habría de hacer a un lado. No era una personita, sino una sombra que se arrinconaba con ganas de desaparecer”. Esa Navidad, al recibirlo, su madrastra le regaló un telescopio y un abrazo.

Susana recuerda otro rasgo de su personalidad, uno que lo acompañaría toda la vida. Abimael no llora: “Ya había aprendido a resistir; a ser, lo que se dice, un hombrecito. Tal vez lloraría por las noches, con la cara enterrada en su almohada; pero quién sabe”.

A partir de entonces, doña Laura apadrinó a todos los hijos de su esposo. Leía sus cartas, las clasificaba en paquetes individuales y las guardaba. Y sobre todo, les abría las puertas de su señorial casa en el 307 de la calle Ejercicios. Un hermanastro que llegó después dice: “Llegué a contar diez hermanos míos de distintas madres. Pero nuestra mamá política Laura era muy generosa. Estaba dispuesta a acogernos en su hogar a todos. Si nuestras madres lo permitían, nos quedábamos a vivir con papá y la señora Laura”.

No todos los hijos legítimos estaban de acuerdo con esa actitud. Uno de ellos, el mayor, trataba a los recién llegados como a sirvientes. Recriminaba a Laura “haber recogido a tanto indio», y los obligaba a cargarle las maletas cuando viajaba. “Siquiera sirven para cargar”, decía. Según Susana, este hermano odiaba a su padre y seguramente a todos. Después se fue a Estados Unidos, y nunca volvieron a saber de él. “Debe ser un perro”, dice ella.

No obstante, en general, la convivencia era pacífica. Los hermanastros no se llevaban mal entre sí, y Laura llenó el vacío materno en la vida de Abimael. Según el hermanastro, “la señora Jorquera nunca hizo diferencia alguna entre sus propios hijos y los demás. A su vez, Abimael la quería a ella, incluso más que a su padre, quien era un comerciante algo simplón”.

Abimael Guzmán padre era un conservador en toda regla: administrador de fincas rurales, dueño de una casa de playa en Mollendo, tradicionalista y aristocrático, con dificultades para expresar emociones y un marcado apetito por las mujeres de menor rango social. Había estudiado contabilidad por correspondencia en un instituto inglés. Lógicamente, inscribió a su hijo en el colegio privado La Salle, que impartía una severa disciplina religiosa. Abimael, el primer hijo ilegítimo que se permitía en ese colegio, asistía a misa los domingos en traje de casimir y corbata, y tenía la obligación de comulgar y confesarse una vez al mes. Susana recuerda las primeras impresiones de Abimael en La Salle: “Me dijo que no sabía cómo comportarse, que sus compañeros eran menos ruidosos pero más crueles que en la escuelita de El Callao. Ahí la solidaridad de los pobres no llegaba”.

Abimael ya no era pobre, pero eso no bastaba en la rígida aristocracia provinciana. Sus compañeros de clase lo ridiculizaban por ser hijo natural, y su propia abuela, la madre del señor Guzmán, disfrutaba sádicamente preguntándole: “¿Y qué sabes de tu mamá?”.

Los libros son una buena patria para los que no son de ninguna parte. Abimael leía. Jugaba a las escondidas y se quedaba leyendo en su escondite. Según su hermana, no era deliberadamente estudioso, al contrario: «Decidió estudiar poco para no sobresalir y no llamar la atención, pero aun así sacaba premios».

El apacible Abimael solía estar siempre en los primeros puestos del cuadro de honor, y sacaba las mejores calificaciones en conducta e higiene. Destacaba en lenguaje, historia del Perú, lógica y ética. Era introvertido y retraído, aunque mostró talento organizando un grupo de estudios en 1952. En suma, como dice un viejo amigo, “era incapaz de una travesura, era el sueño de un cura o una madre”.

Lo violento en esos años no era Abimael Guzmán, sino el Perú. En junio de 1950, durante la dictadura del general Odría, los estudiantes del colegio de la Independencia acusaron a su director de malversar fondos y tomaron el local en protesta. En una desmesurada exhibición de fuerza, el prefecto de Arequipa ordenó un ataque militar con tanquetas. Los estudiantes respondieron arrojando ladrillos. Hubo disparos.

Un joven comunista resultó herido en la refriega, y sus compañeros lo llevaron a la plaza de Armas, tomaron la catedral y tocaron las campanas. Arequipa era una ciudad muy pequeña, así que la población asistió a la plaza e improvisó un mitin. Lo que había empezado como un acto estudiantil se convirtió en una insurrección.

Los manifestantes ocuparon el casino militar, tiraron el piano del segundo piso e incendiaron el local. Luego se apertrecharon en la plaza y se proclamaron independientes de la dictadura, eligiendo una junta de gobierno transitorio in situ. Durante el siguiente día y medio, asaltaron el cuartel Salaverry y consiguieron más armas. La ciudad estaba tomada. Había barricadas en la universidad, en la calle Mercaderes, en los portales de la plaza. El prefecto tuvo que huir de la ciudad escondido en un ataúd.

En respuesta, el gobierno militar desplazó unidades militares desde Tacna, Puno, Cusco y Lima. Las tropas sitiaron la ciudad y entraron desde los cuatro puntos cardinales hacia el centro. Al verse rodeados, los insurrectos decidieron rendirse y enviaron una comisión negociadora. Cuando cruzaban la plaza, los miembros de la comisión fueron abaleados por el ejército. En la confusión posterior, cayeron presos o muertos muchos de los participantes. Algunos lograron huir, como Jorge del Prado, futuro secretario general del Partido Comunista.

Seis años después, una nueva rebelión en la ciudad pidió, ya no la cabeza de Odría, sino solo la dimisión del odiado ministro de Gobierno y Policía de la dictadura, Esparza Zañartu. Hubo un enfrentamiento con bombas lacrimógenas que derivó en batalla campal en pleno centro de la ciudad. Para evitar un nuevo baño de sangre, Odría accedió a destituir a su ministro.

El adolescente Abimael fue testigo de ambos levantamientos desde su casa, a tres calles de la plaza de Armas. Ya desde sus años en El Callao, era un ávido lector de periódicos. Había seguido con atención la Segunda Guerra Mundial y, más adelante, había quedado muy impresionado por una película soviética sobre un congreso de las juventudes comunistas. Pero esta vez percibió que la violencia podía ser una herramienta eficaz para conseguir metas. En sus dos únicas entrevistas, Guzmán data ahí el inicio de su interés por la política.

Todos los hijos de Laura Jorquera eran gente con inquietudes. Les gustaba la reflexión y la discusión. Todos leían y jugaban al ajedrez. Todos, incluido el hijastro Abimael, se dedicarían a la docencia universitaria con el tiempo. Otro de sus hermanastros sería líder sindical. Sin embargo, en los años cincuenta, cuando sus pasatiempos eran más ligeros, Abimael ya mostraba propensión a ser el intelectual de la familia.

Por ejemplo, solían ir juntos a ver películas de Hollywood con Rock Hudson y Esther Williams. Pero, según su hermana, “Abimael decía que esas películas eran mediocres. Él iba solo para criticar”. A menudo, sus hermanas le pedían que bailase con ellas mambos y boleros en la radio La Voz de América. Él aceptaba por pura educación y lo hacía terriblemente mal. Terminaba siempre admitiendo que no servía para eso. La señora Laura, como él seguía llamando a su madrastra, trató de enseñarle a bailar tango, y él aceptó solo para no contrariarla, pero tampoco logró gran cosa. Prefería el ajedrez.

En 1953, Abimael ingresó con el segundo puesto en la Universidad de San Agustín de Arequipa, que aún estaba en estado de alerta por la insurrección. El rector había ordenado una purga de profesores marxistas y depurado la biblioteca. De todos modos, los libros continuaban circulando clandestinamente. Cincuenta años después, desde la prisión, Guzmán lamenta que en su alma máter “no había profesores marxistas que me pudieran formar… ni libros que leer, pero había alumnos, algunos alumnos tenían sus ideas y obviamente las comentaban… así fui conociendo algunas ideas y leyendo algunos libros, así comencé a leer”.

Sin embargo, nadie lo recuerda metido en política en esos años. Sobre esta etapa de su vida hay más testimonios disponibles, y todos concuerdan en su carácter tranquilo y su afición por el pensamiento abstracto. Por ejemplo, su maestro más querido, Miguel Ángel Rodríguez Rivas, nunca lo imaginó como un líder. Según declaró en 1982 a la revista Caretas, “Abimael no era un organizador y menos un agitador. Solo un teórico del más alto nivel”.

La memoria de sus compañeros arequipeños asocia a Guzmán más con la fiesta y la cultura que con el marxismo. En una entrevista inédita con el periodista Gustavo Gorriti, el poeta Aníbal Portocarrero cuenta que Guzmán y él formaban parte del grupo cultural Hombre y Mundo, y que a menudo bebían hasta la una de la mañana, algo que en la provincia de mediados de siglo resultaba de una bohemia inaudita.

Según su testimonio, Abimael hablaba mucho de Georg Trakl, un poeta expresionista austriaco cuyos temas predominantes eran la muerte, el dolor y la corrupción. En el debate intelectual entre poetas «puros» y «comprometidos», prefería claramente a los segundos, y era un amante del realismo social. Portocarrero recuerda incluso a un tímido Abimael narrador, que un día le dio a leer sus cuentos, a condición de que se los devolviese al día siguiente sin falta. Portocarrero leyó algunos, pero “no valían mucho”.

El propio Guzmán se ha referido a sus gustos literarios en la entrevista de 1988, aunque ya entonces se declara incapaz de separarlos de la política: “Me gusta leer a Shakespeare, sí, y estudiarlo; estudiándolo se encuentran problemas políticos, bien claras lecciones en Julio César, por ejemplo, en Macbeth. Me gusta la literatura, pero siempre me gana la política y me lleva a buscar el sentido político, tras todo gran artista hay un político, un hombre de su tiempo que contiende en la lucha de clases…”.

Todo lo que leía tenía inevitablemente una lectura ideológica: “Una vez leí una pequeña obra de Thomas Mann sobre Moisés y luego la utilizamos para la interpretación política de la lucha que teníamos entonces. La obra dice: “Se puede quebrantar la ley, pero no negarla”. ¿Cómo interpreté?, así: “Quebrantar la ley es chocar con el marxismo, desviarse, tener ideas erróneas, eso es permisible, pero no se puede consentir negar el marxismo””.

Ese grado de obsesión por la política apenas asomaba en el estudiante de la Universidad de San Agustín. El carácter de Guzmán seguía siendo el de un intelectual educado e impasible. Para su maestro Rodríguez Rivas, “no tenía el humor inglés ni la ternura rusa, solo un sólido cerebro alemán”. Y una gran formalidad. A pesar de lo cercano de su relación, Abimael y Rodríguez Rivas nunca se tutearon. Abimael siempre guardó la cortesía del alumno.

Quizá su falta de activismo político se debía a que no tenía partido en qué ejercerlo. Según dijo a la Comisión de la Verdad, en esos años trató de entrar en el Partido Comunista, pero lo rechazaron por no ser hijo de obrero.

Pero hay otra explicación para que el estudiante se volviese dirigente, una menos teñida de materialismo histórico y más humana: el amor, como siempre, el amor.

Según su hermana, Abimael se inició en el sexo con una viuda joven y buena moza amiga de la familia. “En ese tiempo, era natural que los jóvenes fueran enseñados por mujeres mayores, que eran bastante apreciadas. Ahora, los jóvenes solo buscan a muchachas.”

La relación de Abimael con la viuda duró varios meses, sazonados con esporádicas visitas al burdel La Flor de Lima. La señora Laura no soportaba sus visitas a la casa de citas. Decía que sus hijos jamás pisarían un lupanar. Y parece que así era, que Abimael solo iba al burdel con sus hermanos ilegítimos.

Paralelamente, el joven descubrió una nueva utilidad de su viejo telescopio: espiar a la vecina, una chica que vivía en un segundo piso del centro, dentro de su ángulo de visión. Parece que ella se dio cuenta, porque se pasaba horas arreglando su cuarto y cambiándose de ropa antes de irse a dormir. Pronto, tuvieron un encuentro casual. Él empezó a cortejarla abiertamente. Y la chica le correspondió. Durante más de un año y medio, Abimael no volvió a encontrarse con la viuda, ni se le volvió a ver por el burdel. Tenía una novia, y estaba muy enganchado con ella.

No eran los tiempos adecuados. Las diferencias sociales volvieron a aguarle la fiesta. La chica era guapa pero no tenía dinero. Sus padres eran profesores escolares. Y ella era hija única. Su padre quería un mejor partido para ella. Sospechaba que, como hijo natural, Abimael no heredaría nada del señor Guzmán. Así que le prohibió a su hija verlo. Sencillamente, la encerró. Todos creyeron que se había ido a Lima o la habían enclaustrado en un convento, pero ella estaba en su casa. Todo el día. Todos los días. Durante seis meses.

Abimael solo volvió a verla en la boda de una prima suya. La había echado de menos. Bailó con ella bajo la mirada insoslayable de su padre. Le habló al oído. Se rieron. Parecían una pareja de nuevo. Hasta que algo ocurrió. Susana, que estaba viéndolos, lo recuerda: “No sé exactamente qué pasó, porque ella dejó de bailar, dejó de mover los pies en medio de una pieza, y él tuvo que dejarla a un lado de la sala, con cortesía. Nadie se dio cuenta, pero yo lo vi a él triste, muy triste. Primero se fue al segundo patio de la casa, donde permaneció largo rato callado, como mirando las estrellas. Después empezó a beber fuerte… Cuando se acabó la fiesta, se fue a su cuarto, se vio en el espejo y lanzó una patada que destrozó el cristal”.

Según Susana, “esa chica fue la que decidió en realidad la historia actual del Perú”. Hasta entonces, Abimael aún era más o menos católico y quería casarse y dedicarse al derecho. Pero sin ella, “tuvo más tiempo para pensar en los demás, y en lo que él llamaba las injusticias de la vida. Perdió interés en sí mismo, en su propia seguridad y bienestar… Tiempo después, la chica se casó y se fue a Lima. Abimael me dijo que no tuviera pena, que todo había sido para bien, que un hombre nuevo comenzaba a vivir en él”.

A partir de entonces, las prioridades de Abimael empezaron a cambiar: se intensificaron sus discusiones filosóficas con sus hermanos y declinó su interés por el mundo material. Hacía prácticas en uno de los mejores despachos legales de Arequipa, pero fue abandonándolo. Ayudaba a su padre con la contabilidad, pero aprendió a expresar su rechazo a la autoridad paterna. Un día, se equivocó en unas cuentas y su padre le dio un coscorrón en la cabeza. Abimael se llevó las manos a la cabeza y la agachó conteniendo la rabia. Luego levantó la mirada sin moverse y dijo:

“Nunca, pero nunca, vuelvas a hacer eso”.

Un episodio arequipeño con su maestro Rodríguez Rivas muestra dónde tenía la cabeza. Ocurrió tras el terremoto de 1958, cuando el maestro lo reclutó para realizar un inventario de daños. Guzmán, quizá por primera vez, recorrió las barriadas de su ciudad y quedó horrorizado por la miseria. Una tarde, fue a hacer el informe de una casa cerca del puente Bolognesi. Sus habitantes vivían a la intemperie, en las peores condiciones, sin ayuda de las autoridades y sin trabajo. Guzmán comentó: “Solo el pueblo organizado puede hacer algo al respecto. Es necesario organizar al pueblo”.

Su primera experiencia clandestina data de esa época. Y tiene que ver con libros. Una mañana, llegó a su casa con varios peones y se llevaron en cajas la mitad de su biblioteca personal. Por la tarde, unos agentes de Inteligencia llegaron a revisar la casa.

La política también empezó a colarse en lo que él escribía. La introducción de su tesis de derecho de 1961, “El estado democrático burgués”, profetiza la caída del sistema en términos elegiacos: “Nuevos vientos se levantan y enardecen el alma insobornable de los pueblos; la humanidad a ojos vistas se estremece y alumbra nueva sociedad en su inextinguible e imbatible marcha ascensional hacia mejores tiempos”.

Para graduarse en las mismas dos carreras que Marx, Abimael Guzmán sustentó una tesis de filosofía a la vez que en derecho.

“La teoría kantiana del espacio”, sin embargo, no era un estudio político sino metafísico y matemático. El maestro Rodríguez Rivas, a quien Guzmán dedicó la tesis, ha afirmado que por entonces Arequipa vivía un florecimiento intelectual inédito, y Guzmán era uno de sus alumnos más brillantes. Según el maestro, la sustentación ante el jurado fue un debate filosófico de cinco horas ante unos cien alumnos.

No obstante, el joven profesor ni siquiera tenía un puesto seguro en su facultad. El año de su graduación, su mentor Rodríguez Rivas fue derrotado en una disputa interna y abandonó Arequipa. Guzmán, recién graduado, quedó fuera de juego en la universidad, sin ningún interés por ejercer el derecho y con pocas posibilidades de conseguir lo que quería, un puesto docente. Una vez más, Guzmán era un hombre de ninguna parte, sin ninguna mujer, sin ningún lugar.

Hay un informante más que debo mencionar. Lo he citado, pero no lo he identificado. Es uno de los hermanastros Guzmán, que llegó a la casa de su padre poco más tarde que Abimael.

Días después de leer el libro de Susana, el hermanastro me recibe en su pequeño despacho legal de Arequipa con un disco de Beethoven. Se alegra de saber por mí algo de su hermana. No la ha visto en más de veinte años. Me explica: “Abimael y Susana son intelectuales, profesores, como todos sus hermanos. Yo soy el bruto de la familia, yo solo llegué a abogado”.

La historia que acabo de contar surge del contraste entre las versiones de ambos hermanos, que coinciden notablemente en todos los detalles. Pero la ventaja de éste es que puedo conversar con él personalmente. Es un hombre amable, además. Le pregunto por la detención de su hermana en 1988. Él se ríe: “Sí, la detuvieron por sospechosa. Pero los policías estaban muertos de miedo. La tuvieron tres días y siempre le decían: “No se preocupe, señora, esto va a ser rápido”, y la trataban como a una reina, para no despertar la cólera de Abimael”.

El hermanastro me cuenta que nunca se ha atrevido a visitar a su hermano en la cárcel. Pero ahora se va a atrever. Me dice que hasta está defendiendo a algunos senderistas, que ya no tiene miedo. Es el único que expresa sin reservas su admiración por él:

—Abimael dejó la posibilidad de una vida cómoda, de un puesto respetable en la universidad, para dirigir una epopeya.

—¿Y usted está de acuerdo con su hermano? —le pregunto—. Quiero decir… ¿en todo?

—¿Usted ha visto cómo vive el campesinado? —me dice pausadamente, con provinciana lentitud—. Sin agua, sin luz eléctrica, ni colegios, ni hospitales. ¿Usted no está de acuerdo con que haya justicia social en este país?

—No estoy de acuerdo con el uso indiscriminado de la violencia para conseguirla.

—Ah, no está de acuerdo con los medios. ¿Y qué les sugiere a los campesinos? ¿Que la pidan por favor?

—Si la revolución realmente fuese a mejorar la vida de los campesinos, lo comprendería. Pero mire la historia: los regímenes comunistas han fracasado en todo el mundo. Piense en Rusia o Corea del Norte.

—Joven, yo no he estado en Rusia ni en Corea del Norte. Pero aquí lo único que ha fracasado es lo que usted llama democracia. Para no verlo hay que ser un fanático.

—¿Puedo citar su nombre en lo que escriba? Ya se lo había preguntado antes. Me había dicho que sí. Ahora duda.

—Mejor no —dice—. Hemos hablado de cosas personales.

No me gustaría mortificar a Abimael.

Abandono el despacho del hermano sin excesivo entusiasmo. Hasta ahora, en vez del depredador, solo he encontrado a un pequeño y nada amenazador burgués de provincias con nobles intenciones. Me frustra no haber podido confirmar un dato fascinante: en su partida de nacimiento, Abimael figura con el nombre de Abismael. Según Nicholas Shakespeare, así se llamaba su padre, pero el hijo borró la s en sus documentos de adulto para tomar el nombre de uno de los jinetes de Apocalipsis. En cambio, el informe de la Marina dice exactamente lo contrario: que eliminó la letra para tener un nombre menos apocalíptico. Una interpretación alternativa es que se haya cambiado de nombre para desafiar a su padre, en una muestra de rebelión contra la autoridad.

En cualquier caso, el dato es atractivo, pero falso. Los hermanos de Abimael dicen que él siempre se llamó Abimael, y su padre también. Todo parece indicar que el nombre de Abismael es solo el error de un funcionario del registro civil aburrido, acaso semianalfabeto. Yo quería escribir ese dato. A todo periodista le gustaría escribirlo, porque es la excusa perfecta para poner a Abimael y el Apocalipsis en la misma frase. Es el mejor titular.

Es difícil evitar esa tentación, no solo como periodista, sino también como peruano; si Abimael es una especie de encarnación del mal en estado puro, no es nuestra responsabilidad. Es solo mala suerte. La gente así puede nacer en cualquier país. Pero si no es un loco innatamente sediento de sangre, si se volvió así en su contacto con la sociedad, entonces, de un modo u otro, es una creación nuestra, hemos parido y amamantado a nuestra propia bestia negra.

Recorro los lugares en los que Abimael pasó su niñez y su adolescencia: la Universidad de San Agustín, la hermosa casona colonial de la calle Ejercicios, el colegio La Salle. Si la clave de las conductas adultas puede rastrearse en la niñez, lo único que me permite vincular al tímido estudiante arequipeño con el líder de Sendero Luminoso es su condición de bastardo. Para un niño, sentirse diferente a los demás es una de las experiencias más duras. Ser el raro, el tonto, el advenedizo, son situaciones que te predisponen contra tu entorno. Si el mundo te acoge con naturalidad y afecto, te sientes más dispuesto a seguir las normas convencionales. De lo contrario, es más posible que desarrolles la tendencia a huir de él.

O a volarlo en pedazos.

Antes de abandonar Arequipa, paso por el bar en que Abimael se reunía con sus amigos de facultad, El Crillón Serrano, una pequeña chingana de cervezas y menús baratos en el centro de la ciudad. Paso un rato mirando sin pedir nada, hasta que una anciana, quizá la dueña, se me acerca:

—¿Le sirvo algo, joven? No sé qué decir.

—No, perdone… Es que… mi abuelo me contó que de joven venía a este bar, y solo he venido a echar un vistazo.

—Ah. ¿Cómo se llama su abuelo? Peor. No esperaba esa pregunta. Pero tengo que decir algo rápido.

—A… Atilio.

—¿Atilio qué? Solo tengo un apellido en la cabeza. Sale casi natural.

—Guzmán.

—Será pariente de Abimael, pues.

Trato de reírme convincentemente.

—No, pues, señora. ¿Cómo se le ocurre? Es solo una coincidencia.

—No crea. Abimael venía acá siempre a celebrar las graduaciones de sus compañeros. Tenían la costumbre de brindar con champaña y arrojar las copas al suelo. Al fin, algo de violencia, es poco pero no está mal.

—Dígame. ¿Y eran muy agresivos cuando bebían?

—¿Agresivos? No. Rompían sus copas tranquilitos en el fondo del bar. Y las pagaban. Siempre regresaban a pagarlas. Nunca tuve ningún problema con ellos.

—Bueno, todos los peruanos hemos tenido algún problemilla con Abimael. ¿No?

—No, es que usted es limeño. En la ciudad de Arequipa, Sendero nunca atacó. Es que Abimael era de acá, y Arequipa siempre lo trató muy bien.

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